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¿Trick or treat? La situación política cubana en 2021Rafael Hernández
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Abstract: El cambio en la cultura política, la crisis económica, el relevo del liderazgo, el efecto de la pandemia, convergen con la transición socialista cubana en una tormenta perfecta. No hay una crisis de gobernabilidad ni se precipita una guerra civil, pero repensar y recrear la política es un desafío mayor que reestructurar la economía. El aislamiento ideológico internacional agrava la situación. Se requiere refutar las “verdades aceptadas” en el sentido común dominante sobre Cuba, a partir del análisis concreto de la sociedad real: discutir el supuesto “encadenamiento del 27N y el 11J hacia una escalada de explosiones sociales,” la rebelión de “los negros,” “el conflicto generacional,” “la sociedad partida en comunistas y anticomunistas,” la vuelta a la idea de “la zanahoria y el garrote por EEUU.” Y colocar el problema de las manifestaciones más allá de voluntarismos y normas, en el contexto político que les otorga significado.
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Cuba inició la transición en curso cuando se desencadenó la crisis del Periodo especial, en los tempranos 90. Su manifestación primordial se expresó en la índole de la relación sociedad civil-Estado, especialmente, en la cultura política, con la emergencia de nuevas ideas y creencias, conductas y comportamientos reales de los cubanos. Apreciar esa diferencia cultural requiere ir más allá de los discursos a favor y en contra, pero sobre todo, entender la política como inseparable del sistema en su totalidad.
La crisis marcó de manera más profunda e indeleble las relaciones sociales, las actitudes y las ideas sobre el socialismo que el funcionamiento del sistema económico. La velocidad de la caída, la escasez abrupta y generalizada en sectores básicos --alimentos, energía, transporte--, la pérdida del empleo y del poder adquisitivo, la extensión del mercado negro, tuvieron un mayor calado que en la actualidad. La sociedad también estaba menos preparada para anticipar el gran apagón que se cernió sobre la vida cotidiana. La incertidumbre apareció de pronto en una sociedad acostumbrada a un orden meritocrático, sobre el cual se construían proyectos de vida. La entrada en un túnel sin luz perceptible a la salida lo puso todo en suspenso.
Aunque una comparación macroeconómica en abstracto no capta las profundas diferencias entre la vida cubana en el Periodo especial y en el presente, vale la pena detenerse en aspectos concretos del cambio económico que algunos analistas parecen haber olvidado.
Cuando el gobierno comprobó, en 1991-93, que no se podía salir de la crisis con los mecanismos que antes funcionaron, puso en acción otros nuevos. No eran un paquete de reformas, pero pararon la caída. Abrieron el camino a una recuperación, de manera gradual y limitada.
El Periodo especial dio lugar a más familias con parientes en el extranjero y dependientes de sus dólares; más emigrados de visita; una cantidad creciente de trabajadores legales al margen del Estado, incluyendo un número de productores agrícolas privados muy superior a los estatales. La industria nacional ya no fue el azúcar, sino el turismo extranjero, que dejó pronto de estar encerrado en cayos y hoteles exclusivos, y entró en contacto hasta el fondo con la sociedad cubana. Antes de que el primer Papa se lo preconizara, la isla no había tenido otra opción que abrirse al mundo, y el Estado había dejado de ser el único proveedor.
Ha pasado más de un cuarto de siglo desde entonces. Sería difícil exagerar la huella de esos años sobre esas fuerzas productivas llamadas los trabajadores, ni sobre esos actores de la sociedad civil llamados los ciudadanos. De manera que al contrastar la circunstancia de 1991 y la de 2021, resulta imposible interpretar el significado de lo económico y social como dimensiones separadas de lo político, lo ideológico y lo cultural.
La manifestación pública violenta ocurrida el 5 de agosto de 1994 fue una reacción anómica, es decir, una expresión de ruptura de normas y valores establecidos, provocada por la crisis. No fue una señal de ingobernabilidad ni mucho menos de guerra civil, sino una alteración del orden público, pero orientada desde el inicio hacia una salida migratoria. De hecho, inició un nuevo flujo de salidas, que contribuyó a reducir tensiones y a darle un significado inédito a las remesas en la economía familiar.
Como fenómeno político, la crisis de los balseros de 1994 expresó un cambio en las percepciones sobre la salida del país, que llevaría a despenalizarla definitivamente y a ponerla en camino de hacerse normal. Los que se iban ya no eran exiliados, ni escoria, ni gusanos, ni nada. De hecho, la reconciliación con los emigrados se volvió cada vez más real, en su significado básico: las relaciones intrafamiliares. Los vínculos entre los residentes en la isla y fuera del país tomaron un curso propio. La política se fue amoldando a ese nuevo curso.
Antes de que Fidel dejara el gobierno (2006), y de que Raúl iniciara las reformas hacia un nuevo modelo socialista (2011) y una nueva Constitución (2011), ya el Estado cubano había empezado a operar en circunstancias nuevas para el ejercicio del poder político. Estas circunstancias incluían el consenso más heterogéneo de los últimos 60 años; una mayor diferenciación de grupos sociales, desigualdad, pobreza; una sociedad vasocomunicante con el mundo, que entra y sale como nunca antes; y una conciencia más aguda y compartida acerca de todo esto.
Si la crisis del Periodo especial golpeó de manera más inesperada, repartida y relampagueante a todos los cubanos que la actual, entonces no había un desgaste político acumulado, ni se había alcanzado el punto de fatiga que existe hoy. Ahora no hay apagones de 16 horas, como en 1993-94; pero su impacto es muy superior, como demostró el 11J.
En ese contexto social y político, las expectativas de los gobernados ya no son que el gobierno se comporte como el gran proveedor de antes de la crisis. Al mismo tiempo, las actitudes y conductas de los ciudadanos hacia las instituciones y el funcionamiento del sistema se han vuelto más exigentes e impacientes, a medida que las políticas anunciadas no han despegado. El programa de gobierno acordado hace diez años y las resoluciones de dos congresos del Partido se han quedado trabados en procesos legislativos inconclusos, o que producen regulaciones contrahechas, nacidas de enfoques incompatibles y tomas de decisiones incompletas. Una premisa fundamental de la eficiencia económica y de la participación ciudadana en el nuevo modelo, la descentralización, sigue siendo una meta pospuesta.
Todo este cuadro de problemas ya estaba ahí cuando el nuevo gobierno se instaló hace apenas tres años. Haberse definido con la consigna "Somos continuidad" no le transfería un capital político histórico, que no se hereda ni se convierte en consenso. Proponerse la unidad en la Cuba que le ha tocado gobernar requiere construir consenso propio, con un crédito de entrada mucho más limitado. Generar ese consenso alude a todos los ciudadanos, no solo a los revolucionarios.
Las reacciones suscitadas en la sociedad, incluidas las manifestaciones de calle, son inseparables de la situación descrita arriba. Su causa eficiente fue la demanda de alimentos, medicinas, falta de luz y asfixia por el apogeo de la Covid en medio del candente verano.
A pesar del manejo efectivo de la Covid, en cuanto a minimizar muertes, la percepción de ineficacia del nuevo gobierno ha aumentado, por el agravamiento de la pandemia, los costos colaterales del Ordenamiento y la demora acumulada en la aplicación de medidas de reforma anunciadas. En esa coyuntura crítica, la imagen del vaso medio vacío tiende a prevalecer, especialmente entre los que, sin oponerse activamente al sistema, no tienen el compromiso político de preservarlo.
Aunque esta descripción no contiene todo el malestar que la transición provoca, interpretar las protestas como crisis de gobernabilidad resulta un exceso. Ese diagnóstico descarta los medios aún disponibles en las instituciones estatales y políticas para hacerse cargo de la situación.
Aunque la crisis, agravada por la Covid, ha puesto en tensión al sistema, y lo ha llevado a un punto crítico en cuanto a servicios reconocidos, como la salud pública, el gobierno ha logrado rebasar el peor momento, alcanzar eficacia con sus propias vacunas, restaurar niveles de seguridad humana por encima del resto del hemisferio, planear la recuperación de la economía del turismo, y revelarse capaz de mantener el orden. De manera que no es un estado fallido.
La crisis no debe confundirse con un cisma que divida a la sociedad en dos bandos, y cuya solución esté en una salida violenta o pactada entre fuerzas políticas que se estén disputando el poder, ni reclame una intervención humanitaria. Atribuirle al campo de lo simbólico la potencia para convertir el campo de batalla de las redes en un conflicto social como una guerra civil confunde la política con el universo del discurso.
Si EEUU vaticinara que un estallido social en gran escala estaba en ciernes, habría situado una línea de guardacostas y buques de guerra en el estrecho de la Florida para anticiparse a una crisis de balseros como la de 1994, y preposicionarse para una posible intervención humanitaria en un escenario de guerra civil. En cambio, parece en camino a revisar la política de remesas y a restablecer el staff del Consulado en La Habana, a fin de reactivar el mecanismo para una migración ordenada, congelado desde el verano de 2017.
Si EEUU creyeran que está en curso una crisis de gobernabilidad, y quisieran propiciarla, dejándose arrastrar por el exilio duro de Miami, no habrían desautorizado sus llamados a un puente de solidaridad para recibir a los que “escapan del comunismo” en aguas internacionales, ni expresado categóricamente su determinación de impedirlo, mediante acciones de deportación efectivas.
Sin embargo, en el sentido del aislamiento ideológico, los enemigos del gobierno y del socialismo cubano han logrado poner a circular un conjunto de “verdades aceptadas,” caracterizadas por haberse convertido en el sentido común prevaleciente sobre Cuba.
Estas visiones, que describen “una Primavera árabe cubana causada por los celulares,” acumulan imágenes “que valen más que mil palabras,” y una marea de representaciones que pretenden decir mucho, pero profundizan poco en la sustancia de los hechos y su significado.
Verdades aceptadas sobre el campo político y las manifestaciones en Cuba.
"El Arte guiando al pueblo: el camino entre el 27N, el 11J y lo que vendrá."
El cine, el teatro, la plástica, la literatura se politizaron especialmente desde la crisis de los 90. Los artistas que iniciaron el 27N no estaban discutiendo con los dirigentes de la cultura por primera vez. En 2013, un grupo de cineastas conocido como G20 se empezó a reunir por su cuenta, en actitud discrepante de las políticas implementadas en el cine para aplicar el VI Congreso del PCC (2011). Fueron escuchados.
Basta asistir a las representaciones del teatro cubano para saber que los teatristas han ganado un rango de libertad de expresión política descomunal. También se han entrenado para discutir con las instituciones de la cultura, y saben que pueden presionar por un diálogo con esos dirigentes, porque lo han hecho antes y han sido escuchados.
Antes del 27N, el anuncio del decreto 349 del MinCult, que se propone controlar la producción artística, fue recibido con una reacción en cadena negativa instantánea, que conllevó reuniones con más de cinco mil artistas y escritores en todo el país. El decreto está paralizado y difícilmente se aplique.
Los artistas que desencadenaron la sentada del 27N no se identificaban como antagónicos al sistema socialista ni al gobierno, ni se identificaban con los objetivos del Movimiento San Isidro (MSI), ni aceptaban apoyo del gobierno de EEUU.
No eran jóvenes de los barrios pobres y más negros de La Habana, sino más bien blancos de clase media. Se habían reunido en torno al rechazo de lo que percibían como censura contra terceros y una violación del debido proceso, y opuestos a lo que ellos percibían como acciones policiales arbitrarias, cuya índole rechazan, porque mañana les podía tocar a ellos.
Según toda la evidencia gráfica, así como los testimonios de los protagonistas que entrevisté,[1] entre los primeros 24 integrantes de la sentada frente al MinCult no había aún líderes del Instituto Internacional de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR), los del Movimiento San Isidro (MSI) ni ninguno de los medios de oposición. La mayoría de ese grupo inicial no se había puesto de acuerdo para concurrir a esta manifestación. Tampoco la mayoría de los iniciadores se identificaba entonces con una línea radical antigobierno.
Los grupos políticos antigobierno que contaban con una organización previa, como los mencionados arriba, sí lo hicieron. Aunque no parece haber articulación entre esos nuevos disidentes con la vieja guardia de las organizaciones que han caracterizado a las sucesivas generaciones del anticastrismo, sí lograron una posición influyente en el grupo del 27N. Al punto de que dominaron 48% de las intervenciones realizadas en el diálogo con la dirigencia de Cultura.
La dinámica posterior al 27N llevó a la polarización del grupo de artistas, periodistas y disidentes. Según me dijo uno de los líderes de la sentada, Yunior García, "había surgido una desproporción dentro del grupo de personas radicales». Esos radicales se hicieron predominantes: «Éramos unos muchachos casi todos sin experiencia política, artistas con mucho ego y era bastante complicado el asunto.»[2]
En otra parte he analizado el carácter y la dinámica del 11J.[3]
Entre las principales diferencias entre el 27N y el 11J se encuentra la composición social de ambos acontecimientos, sus consignas, el ingrediente de violencia, el foco y el mecanismo que originaron la cadena de nuevos manifestantes, los medios culturales en que se arraigaron, los muy diferentes espacios en que ocurrieron.
Ninguno de los dos, sin embargo, corresponde a una manifestación organizada, programada, liderada y controlada por un grupo o alianza de grupos, o por organizaciones políticas de oposición. Menos aún a una convocatoria anunciada con dos meses de antelación, solicitada y desarrollada mediante una campaña en las redes y los medios antigobierno, que se autodescribe como pacífica, pero se declara dispuesta a realizarse aunque no esté autorizada.
De manera que hasta el momento estos tres momentos solo se encadenan para quienes leen la política en el campo de lo simbólico.
“La política cubana se divide en dos: el gobierno comunista y la oposición anticomunista.”
El mapa de la política cubana se ha hecho más complejo que nunca desde los primeros años 60. La novedad en el mapa de la izquierda cubana no radica tanto en sus varios marxismos y endosos ideológicos, cuya diversidad ha estado presente en el abanico de ideas desde los 60. Tampoco en diferenciar el Estado y la Revolución, noción elemental para los familiarizados con el ABC del marxismo, desde Marx y Lenin hasta Mao Tse Dong y Che Guevara.
En el alba de la Revolución, una izquierda que no se identificaba con el comunismo ni con el modelo soviético fue capaz de construir un vasto consenso, sobre la base de acciones políticas más que sobre una ideología uniforme, que incluyó un marxismo diferente al soviético y al chino. Haber adoptado el marxismo-leninismo como ideología de Estado uniformizó la educación política, pero no suprimió las diferencias y los matices en la cultura política cubana, también entre las propias filas del Partido.
En los últimos años, se ha hecho más evidente que los cubanos identificados a sí mismos como socialistas o comunistas incluyen corrientes y posiciones diferenciadas.
Los que se llaman revolucionarios, apoyan al gobierno, y se identifican con sus políticas, también están sometidos a un proceso de cambio, como resultado de todas las transformaciones ocurridas en la sociedad. Las políticas de reforma han formulado otro modelo socialista, distinto al defendido hasta ahora, lo que tiene un efecto sobre la conciencia política heredada.
Si tomamos como punto de referencia a los militantes del Partido y de la Juventud Comunista, se trata de un conjunto heterogéneo de cubanos, casi un millón de personas. Si se examina su composición demográfica, se puede comprobar que se parece bastante a la sociedad cubana en su conjunto, en cuanto a la composición de negros y mulatos, nivel escolar alto, una composición casi equilibrada de mujeres y hombres, elevada presencia de profesionales y maestros, y una edad promedio mayor de 40 años, como ocurre con esa sociedad.[4] Difícilmente otros partidos políticos cuentan con una membresía cuantiosa y representativa.
La parte de la izquierda cubana que crítica al gobierno sin quitarle su apoyo; y la que lo apoya, sin criticarlo, dentro y fuera del PCC y la UJC, probablemente sea la mayoría.
A esta corriente crítica pertenece también gente muy joven, de cuyo pensamiento y posturas políticas no se ha ocupado la prensa extranjera, ni la independiente, ni la de oposición. Tampoco se han ocupado hasta ahora los medios oficiales, que han recelado de sus cuestionamientos. La prensa oficial suele soslayarlos por sus discursos cuestionadores. Y los medios oposición los ignoran porque son la cara de una juventud que, a pesar de todo, no está desencantada, ni abomina del liderazgo del PCC, aunque critica duramente su estilo y los atavismos del sistema.
En el contexto del 27N, uno de estos grupos se manifestó en el barrio predominantemente negro de Cayo Hueso en el corazón de Centro Habana, con el objetivo de desmarcarse de la postura de los artistas del 27N y, al mismo tiempo, debatir críticamente los problemas del socialismo cubano desde la izquierda. Al hacerlo, discrepaban con lo que percibían como la derecha anticomunista representada por los grupos y medios opositores, así como la retórica de las organizaciones establecidas y los medios oficiales.
En general, las corrientes independientes abogan por una izquierda feminista, antihomofóbica, ecologista, antirracista, democrática; con sujetos emancipados del sentido común liberal, y del dogmatismo estalinista; por un «socialismo hereje» que logre una socialización real del poder, un control popular sobre los medios de producción, una economía democrática e inclusiva basada en la cooperación. Por lo general, son invisibles para la prensa extranjera, que no los considera noticia, como es el caso de los disidentes veteranos y juveniles.
Aun siendo mayoría, sin embargo, no es posible afirmar que esta izquierda que apoya al Partido Comunista compensa el encogimiento del consenso aportado por la crisis y la confusión ideológica reinante.
Lo que distingue a una corriente de esa izquierda ahora es postular que ambos, el Estado y la Revolución, se excluyen, y en adoptar una posición directamente opuesta al gobierno y el Partido Comunista. Esta corriente descalifica e incluso niega legitimidad al gobierno. Al mismo tiempo, se desmarca de las posiciones anticomunistas típicas de la disidencia y del exilio duro, así como de cualquier asociación con los Estados Unidos. De ahí en adelante, esta izquierda es un abanico muy diverso, desde socialdemócratas hasta comunistas, que abrazan lo mismo a Marx y Gramsci que a Mahatma Gandhi y el republicanismo de la Constitución de 1940. Al mismo tiempo defiende el diálogo y la reconciliación de todos los cubanos, no importan sus ideas políticas, en pro de algo identificado como “el interés superior de la Nación.”
El discurso de toda la izquierda cubana, por lo general, mantiene déficits que arrastra la cultura de debate en el socialismo cubano, especialmente, la coherencia y el reconocimiento del otro. En particular, un extremo y otro de ese espectro, ortodoxos y libertarios, se interpelan, se propinan adjetivos más que argumentos, y se consideran los custodios de la verdad y genuinos representantes del interés nacional.
En cuanto a los que niegan al gobierno, suelen apelar a la misma razón jurídica que anima las reformas para defender el diálogo. Pero a menudo lo hacen en un tono poco dialogante, que reconoce al gobierno más como punching bag que como interlocutor; y se dedica más a denostarlo y cuestionarlo que a entablar una conversación con él y el proceso de reformas.
La posición de una parte de esta izquierda antipartido comunista respecto al ejercicio de las manifestaciones propone considerarlas como modelo para construir consenso ciudadano dentro de la sociedad cubana, lo que se aparta bastante de reconocer el papel de una institucionalidad capaz de articularlo y canalizarlo de manera coherente.
"Una rebelión afrocubana."
Las imágenes circulantes en las redes, y la racialización de la disidencia por el manejo mediático del Movimiento San Isidro (MSI), describen las manifestaciones como una explosión de descontento de los negros cubanos. Sin embargo, algunos datos no concuerdan con esta proyección.
El promedio nacional de negros y mulatos, según el último censo, es de 36% sobre el total de la población cubana. En la provincia de La Habana, es de 41%; y en algunos de sus municipios alcanza más de la mitad de la población total.
En contraste, su presencia en la emigración cubana se estimaba hace dos décadas en 3%. En Miami no había políticos elegidos, ni líderes de una organización principal del exilio, ni investigaciones académicas que los identificaran hace 20 años.[5] En el grupo que se sentó a dialogar con el Ministerio de Cultura el 27N, predominaban los blancos de la capital con un estatus social de clase media. Solo 17% de los dialogantes eran negros y mulatos; y no llevaron precisamente la voz cantante en la movilización, en la conducción de la conversación, ni en los acontecimientos posteriores.
En cuanto al 11J, las únicas manifestaciones que tuvieron lugar en municipios con una cierta proporción de negros y mulatos ocurrieron en La Habana. Si se toma como indicador de la violencia de estas manifestaciones los asaltos a tiendas a nivel nacional, la gran mayoría de los municipios donde hubo asaltos a tiendas son más blancos, o sea, menos negros y mulatos, que el promedio nacional. En las provincias donde negros y mulatos son mayoría absoluta, no hubo manifestaciones.
Estas se concentraron en localidades donde la proporción de negros y mulatos está por debajo del promedio: áԲ (25%), DZó (23%), üԱ (22%), ü (18,3%), DZí (14,4%). En San Antonio de los Baños, donde se iniciaron las manifestaciones, aunque no hubo asaltos a tiendas, esa proporción solo alcanza 21,1%.
Color de la piel en Cuba según municipios y violencia contra tiendas el 11J
TERRITORIO |
BLANCOS % |
NEGROS y MULATOS % |
TIENDAS ASALTADAS |
CUBA |
64 |
36 |
41 |
San Antonio de los Baños |
79 |
21 |
0 |
Boyeros |
65,8 |
34,2 |
1 |
áԲ |
75 |
25 |
14 |
DZó |
77 |
23 |
5 |
üԱ |
78 |
22 |
5 |
DZí |
85,6 |
14,4 |
1 |
Bayamo |
41,5 |
58,5 |
1 |
ü |
81,7 |
18,3 |
1 |
Matanzas |
71,9 |
28,1 |
2 |
Prov. La Habana |
58,4 |
41,6 |
4 |
--Centro Habana |
48 |
52 |
ND |
-- |
55,4 |
44,6 |
ND |
--10 de Octubre |
59,1 |
40,1 |
ND |
--Arroyo Naranjo |
54,5 |
45,5 |
ND |
Otros 7 municipios (1 tienda en cada prov.): Mayabeque, Artemisa, Granma, P. del Rio, Camagüey, S.Spiritus, Las Tunas |
7 |
Las acciones violentas en la capital, iniciadas cinco horas después que en el resto del país, ocurrieron en barrios con alta presencia de negros y mulatos. Es el caso del Cerro (44,6%), 10 de octubre (40,1%), Centro Habana (52%%). Arroyo Naranjo (45,5%). Sin embargo, en otros municipios habaneros donde negros y mulatos están sobrerrepresentados no hubo protestas. Es el caso de La Lisa (40,5%), San Miguel del Padrón (46,4%), Guanabacoa (38,2%), Habana del Este (42,4%), Marianao (46,8%). En La Habana Vieja, con 52% de negros y mulatos, no hubo manifestaciones.
Finalmente, en las provincias de Cuba donde predominan negros y mulatos como mayoría absoluta, por encima de la capital, como Santiago de Cuba, Guantánamo, Granma (excepto Bayamo), no hubo manifestaciones ni violencia.
"Un conflicto generacional y una rebelión juvenil."
Muchos análisis de las protestas, de un lado y de otro, recurren a una radiografía generacional. Si la presencia mayoritaria de jóvenes en las manifestaciones, las redes, los enfrentamientos con la policía, fueran la clave para entender su significado, el problema estaría muy localizado.
El total de la población cubana en edad laboral con menos de 35 años es de 25%. Como se sabe, las dos generaciones cuya primera visión del socialismo fue el Periodo especial, creció y se socializó en una Cuba diferente a la de sus padres. Esa condición histórica, así como su presencia en las manifestaciones y en las redes, no implica, sin embargo, que ellos sean el núcleo del malestar y el disentimiento. Esta visión reduccionista y generalizadora tiende a estigmatizarlos, y también contribuye a sesgar la política. Razonar que los jóvenes son parte integral de la solución no equivale a identificarlos con "el problema." Mirarlos como ciudadanos sin ideas propias, requeridos de tutela, o por el contrario, portadores de la verdad, no es sino una forma de paternalismo.
En primer lugar, esas dos generaciones no son un conjunto homogéneo. La visión que los representa como una masa monolítica parece ignorar, por ejemplo, que están integradas por grupos sociales, ocupaciones, niveles educacionales, color de piel, regiones diferentes. Casi una cuarta parte de ellos vive en zonas rurales. En edad de estudios secundarios y universitarios hay casi una tercera parte de los menores de 35, o sea, 9,7% de la población total. Asumir que la voz de un dramaturgo de DZí es la de un cooperativista de Consolación del Sur, un deportista de La Herradura, un maestro de Trinidad, un estudiante universitario de Guantánamo o un emprendedor de Camagüey, borra esas diferencias.
Si las redes, las manifestaciones y la sociedad civil cubana fueran lo mismo, casi no existiría otra Cuba. Por ejemplo, la de los mayores de 60 años. Ellos son ahora mismo 21,34% de todos los cubanos. También forman un conjunto muy heterogéneo, social y políticamente. Muchos han sido golpeados de manera más que proporcional no solo por la letalidad de la pandemia, sino por la caída del ingreso, la imagen social depreciada, la pérdida de autonomía y poder de decisión en los núcleos familiares. Suponer, sin embargo, que no significan como consenso político porque no inundan las redes o salen en manifestación subestima su lugar en la sociedad, su aptitud para disentir y enjuiciar por su cuenta lo que les rodea, su experiencia y conocimiento acumulados, la capacidad de muchísimos para mantenerse activos, no solo laboralmente, sino como ciudadanos que participan.
Si el rol de las generaciones por encima de 55 respecto a la Cuba futura está limitado por el tiempo, eso no significa que ahora mismo sean un factor desestimable en su construcción. Más bien el lugar que ocupan en el proceso de transición en curso resulta insoslayable, como se puede apreciar si se revisa el mundo de la cultura, la ciencia, la academia, la esfera pública, el debate de ideas, la producción ideológica, la cultura política emergente.
En rigor, ver como islas separadas a los jóvenes y a los viejos, a los pobres negros y blancos, a las mujeres de todos los colores y edades, a la población rural, olvida que la inmensa mayoría no vive en ningún barrio de La Habana o Matanzas, y que todos y todas conviven en familias, comunidades y redes sociales reales, donde interactúan, cooperan, y también disienten entre sí. Estas redes sociales reales, no menos importantes por menos visibles en las pantallas de las redes digitales, resultan clave para interpretar la demografía política viva de la sociedad.
“Este es el momento para que la política de zanahoria y garrote funcione con Cuba.”
Aunque en el pasado esa política fue siempre contraproducente, la debilidad actual del gobierno cubano ofrece una oportunidad única para forzar la democratización en la isla. En medio de un nuevo Periodo especial, sin los Castros en el poder, y con señas claras de inestabilidad política en la población, el momento no aconseja sentarse a negociar para facilitarle las cosas al nuevo gobierno, ni quitarle el pie del cuello. En los 25 meses de negociación entre Obama y Raúl Castro, este obtuvo todos los beneficios, y no fue capaz de ninguna concesión. Sin vincularse a cambios internos, los progresos en la normalización no tienen sentido para el interés de EEUU.
Estados Unidos siempre ha patrocinado a los disidentes y, de paso, ha contribuido a que muchos cubanos los vean a todos como oposición ilegítima y mercenarios a su servicio. Como en 1960-66 y en1992-96, cree que ha llegado el momento de montarse en la actual crisis y precipitarla a su favor. A diferencia de 1961, 1982-83, 1996, no parece estar considerando el ataque militar, pero sí ha vuelto a asignarles tareas a los encargados de operaciones encubiertas, como en los 70 y los 90. Una situación económica difícil, una sociedad civil protestona más desigual y diferenciada, que antes de la pandemía ya salía y entraba en un flujo continuo, y recibía a cuatro millones de turistas, junto a un creciente sector privado, en medio de un difícil ajuste monetario, y bajo los efectos prolongados de la Covid, le hace percibir que el régimen se encuentra muy vulnerable.
A pesar de que ni los iniciadores del 27N ni la mayoría de los que manifestaron el 11 de julio de 2021 se alinearon con la política de EEUU, este se presenta como su portavoz. En efecto, a colación del 27N, el Departamento de Estado definió el rol del Encargado de negocios en Cuba como «amplificar los gritos de disidentes, activistas, periodistas independientes y de la comunidad religiosa que defiende sus derechos de asociación y orar libremente». Michael Kozak, lo dijo con todas sus letras: se trata de "un momento óptimo en la historia de Cuba.» A EEUU le toca «refinar» la política hacia la isla, con el objetivo de fortalecer la sociedad civil y el sector privado, pero "no al régimen." Y esta "política está forzando una pequeña negociación entre el gobierno y el pueblo de Cuba."
Se trata de una estrategia de doble vía, aplicada en otros escenarios, como el venezolano, aunque en otra escala. Se propone maniobrar en el plano de la seguridad nacional, mediante acciones dirigidas a apoyar a los grupos de oposición más beligerantes, y a capitalizar sus marchas supuestamente pacíficas. Su objetivo principal no es paramilitar, sino político. Apoya a grupos disidentes de nuevo tipo, percibidos como subversión ideológica. Su objetivo no es derrocar al gobierno, sino hacerle pagar un costo político, en una estrategia de desgaste, dirigida a crisparlo, empujarlo a trancar el juego, cerrar los espacios de libertad de expresión propiciados por la política desde los años 90, y llevarlo a usar medios policiales e instrumentar acciones operativas para enfrentar escenarios políticos inéditos, que se convierten en desafíos a la seguridad solo si escalan y se manejan de manera contraproducente.
Esta estrategia no tiene nada que ver con facilitar la democratización, sino más bien con provocar el endurecimiento; no promueve el entendimiento, pues reaviva la mentalidad de fortaleza sitiada, y emborrona el camino que abrieron las medidas de confianza mutua de Obama.
Palabras finales: las manifestaciones como recurso y problema político en una sociedad socialista.
El hecho de que la Ley no sea en ninguna parte el espejo de la política no significa que las normas acordadas en la Constitución cubana recién aprobada en 2019 carezcan de significado político. Aun con sus limitaciones, este nuevo marco juridico contribuye a establecer no solo referentes institucionales, sino concepciones para hacer política de otra manera. Entre estas se encuentra el reconocimiento a la legitimidad de manifestación pública, reunión y asociación (art. 56). Para que las instituciones de la ley y el orden se miren en ese espejo, se requiere una voluntad política que se lo proponga, y un proceso político que la acompañe, mediante una práctica que lo ajuste, no solo una norma que lo estipule. Imaginar que ocurrirá por obra y gracia de la nueva Constitución y de las leyes que se derivan de ella es una visión ingenua de la política y del papel de la ley.
Habría que plantearse ante todo cuál es el significado de las manifestaciones públicas. Se trata, ante todo, de un acto de libertad de expresión. Visto en el contexto cubano actual, habría que preguntarse cómo juegan con la realidad de la sociedad cubana actual.
No ha habido antes un momento como este en términos de libertad para criticar al gobierno, en las redes sociales, pero también en los medios públicos, ni para acceder a información de fuentes muy diversas, incluidas las de la oposición; tampoco una mayor libertad para entrar y salir del país.
Expresiones de disenso identificadas a fines de los años 80 y primeros 90 como «contra la revolución» se han hecho parte de la conversación diaria, incluida la de militantes del PCC. El discurso de Raúl Castro normalizó esa discrepancia: «acostumbrarnos a decirnos las verdades de frente, discrepar y discutir, incluso ante lo que digan los jefes» es un derecho «del que no se debe privar a nadie». «El debate sin ataduras a dogmas y esquemas inviables», «dialogar con los ciudadanos», entender que «nuestro peor enemigo no es el imperialismo», ni sus aliados en la isla, sino «nuestros propios errores», las «visiones estrechas y excluyentes», defender un partido único que para serlo tiene que ser «el Partido de la Nación Cubana», «el más democrático», ser capaz de «promover la mayor democracia en nuestra sociedad», acabar con el estilo de unos medios y una burocracia que reflejan «la vieja mentalidad».
Sin embargo, ni los aparatos estatales y políticos, ni los medios de difusión que los acompañan, se han sincronizado con esa nueva normalidad discrepante promovida por Raúl Castro.
En una situación de polarización agravada, no es extraño que se activen los anticuerpos del sistema, y proliferen las corrientes más proclives al síndrome de fortaleza sitiada. Son las que identifican toda discrepancia como cuerpo extraño y cada diferencia como enemiga, postulan que la seguridad nacional está en juego literalmente en todas partes, y terminan metiendo en un mismo saco a discrepantes y a contrarrevolucionarios. Esa reacción autoinmune tiende a producir respuestas inflamatorias, y que las instituciones políticas se abroquelen.
El predominio de esos vidrios polarizados, y el daño que puede causar en una circunstancia especialmente tensa como la esta transición, puede conllevar una escalada, que solo una política ecuánime puede prevenir.
Además de expresarse libremente, ¿qué otro sentido puede tener una manifestación? ¿Demostrar fuerza y capacidad movilizativa? ¿Contribuir a la cohesión ideológica o los intereses compartidos de un grupo o corriente? ¿Cuál es su objetivo último? ¿Ganar más adeptos? ¿O presionar al gobierno o a una institución, para obtener un reclamo? ¿Darle voz al malestar de todos los que quieran sumarse, por las razones que sean? Obviamente, la manifestación no constituye un ejercicio de diálogo, un entorno controlado que permita desarrollar medios de confianza mutua, avanzar en un proceso negociador, ni construir entendimiento.
Entonces, ¿cuál es la razón para recurrir a una manifestación mejor que a otros medios? Por ejemplo, canalizar una reclamación legal, institucional, política, o de otra índole. ¿Un diálogo? ¿Una declaración, un comunicado, una carta abierta?
¿Es posible asegurar que se respete el plan de una manifestación --agenda, trayectoria, espacio, duración, concentración de personas? ¿En qué medida se puede garantizar que no haya violencia física o verbal? ¿Que no se mezclen provocadores? ¿Que las autoridades no se vean presionadas para intervenir?
Aunque una ley no respondiera todas estas preguntas, sin promulgarla sería muy difícil contstar ninguna.
Sin embargo, no basta con reunir todas estas preocupaciones para tener una respuesta. ¿Cómo deben aprender a actuar las instituciones que respondan a una manifestación, especialmente en un país donde no tienen lugar habitualmente? ¿Cómo hacerlo de la manera más eficaz y constructiva? ¿Evitar la violencia? ¿Mantener el orden e impedir la escalada del conflicto? ¿Encontrar una solución, sin debilitar el respeto a la ley y el orden ciudadano?
La manera de colocarse ante todas estas cuestiones permitirá medir hasta qué punto una democracia socialista se abre camino.
Notas
[1] Rafael Hernández, “Anatomía del 27N cubano y su circunstancia,” Nueva Sociedad, enero 2021. https://nuso.org/articulo/anatomia-del-27n-cubano-y-su-circunstancia/
[2] Entrevista del autor a Yunior García, Argos Teatro, 6 de diciembre de 2020.
[3] Rafael Hernández, “Conflicto, consenso, crisis. Tres notas mínimas sobre las protestas,” OnCuba, 21 julio, 2021. https://oncubanews.com/opinion/columnas/con-todas-sus-letras/conflicto-consenso-crisis-tres-notas-minimas-sobre-las-protestas/
[4] Rafael Hernández, “Political Demography and Power Institutions in Cuba,” en China´s Experience from an International Perspective, ed., Zhang Xiaomeng, Renmin University Press, Beijing, 2021.
[5] “US Black and Cuban American Bias in 2 Worlds,” The New York Times, Sept. 13, 1997. https://www.nytimes.com/1997/09/13/us/black-and-cuban-american-bias-in-2-worlds.htm